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Un jefecito de 18 años

  • Paris, Alejo
  • 13 jun 2018
  • 4 Min. de lectura

Miyagi, Japón. Los fantasmas rondaban, no se podían ver pero se sentían. El pasado anterior auguraba un buen futuro, pero el pasado reciente daba cuenta de una situación apremiante. Aquel presente era una mezcla de confianza entre lo que sabían que eran y la presión de lo que tenían que ser. Un joven de 18 años recién cumplidos observaba minuciosamente todo el escenario, tenía la capacidad de detalle siempre activa. Tenía también una mezcla de sensaciones, el placer y el orgullo de estar con sus héroes y en representación de su patria. Pero por otro lado, el desarraigo en un momento muy difícil. La lejanía de la patria que estaba representando, y que del otro lado del mundo se estaba derrumbando. Javier, el joven observador, tenía un temple casi forjado, atípico en jóvenes de su edad. Eso le permitía abstraerse de todo, enfocándose en su tarea y en su objetivo; ayudar y observar.

Entre los rostros que más le llamaban la atención, se podía ver a dos mitos vivientes del frente de batalla en los tiempos del mejor. El hijo del viento y el león andaban juntos y muy concentrados, sabían que esta sería su última oportunidad. Ante una situación que parecía limite, el orquestador se sabía tranquilo, pero le decían “El Loco”. La gente cree que en las situaciones límites la diversión no es una aliada sino una distracción, El Loco no creyó así y el payaso se perfilaba con ventaja respecto a una bruja que parecía desencantada. Javier veía también la tristeza y la voluntad de Roberto, que se exigió al máximo y lo pagó. Ahora es el primer colaborador que tiene “El Loco” y el primer hermano de sus compañeros. El Loco decidió finalmente posponer el ingreso del hijo de viento, la batalla contra los vikingos sería áspera y necesitaría un soplo de aire fresco durante el complemento.

Finalmente el día del partido llegó, Javier lo veía de cerca. Nunca había visto tanta concentración, tantas ganas de dar lo mejor. Javier pensaba que esos tipos tenían ganas de ser una explosión de almas castigadas. El escenario estaba listo, los 11 vikingos y los 11 guerreros celestiales que, lamentablemente se habrían vestido para la ocasión –como sabiendo que pese a todo lo que dieran, su destino estaba trazado-, con un azul que intentaba no ser negro; los celestiales no querían ser velados. Pero allí estaban los 22. Afuera había ansiedad, la bruja se paraba de la escoba a cada rato, y el hijo del viento soplaba como pidiendo ingresar –el soplo llegaba hasta las cabinas de transmisión, donde los periodistas lo daban como cambio seguro en la segunda parte-.

El primer cachetazo llegó como un mal augurio, Caniggia, el hijo del viento, fue expulsado sin ingresar; la ansiedad le jugó en contra y se fue del banco a las duchas. Promediando el complemento un tiro libre lejano pero peligroso alertaba la retaguardia de los celestiales, justó en ese momento El Loco decide reemplazar a Batistuta por Crespo, no había lugar para ambos. Los vikingos preparaban la pólvora para ejecutar el tiro libre, Larsson pasa de largo y Svensson oficia de artillero, acariciando la pelota con el pie derecho. El envío viaja con ligera parábola por encima de una barrera para colarse en la valla de Cavallero a media altura. Los celestiales, paralizados. El medio a perder se hizo pánico. Minutos después, la gambeta Ortega desequilibra ingresando al área sueca por el costado derecho. Orteguita era cara rota, desfachatado; no era un caballero, aunque tampoco tenía memoria. Quizás fue por eso que intentó emular una simulación de falta que cuatro años atrás había desencadenado en su propia expulsión. La falta de memoria de Ortega y su caradurez, en este caso, sirvieron. El árbitro compró el verso y pitó penal. Casi cegado por ser héroe, Ortega tomó la pelota, ejecutó el disparo, y el aquero lo detuvo. Aunque Crespo se había adelantado para corregir el error de su compañero. Las acciones quedaban 1-1, y así permanecerían. Argentina había jugado el mejor partido de su corto mundial, pero no lograba ganar. El pitazo final llegó, las lágrimas también. Las de los de acá, las de los de allá.

Javier fue testigo fiel de ese escenario tan triste: Hombres sabiéndose desahuciados sin más oportunidades; locos con camisas de fuerza, como arrestados para afrontar un juicio social; jóvenes tristes, privilegiando su presente antes que su futuro. Luego de desprenderse de un par de lágrimas, Javier tragó saliva y juró convivir con ese recuerdo hasta reemplazarlo con la felicidad de cumplir con ese objetivo que se les había privados a esos hombres del ayer. A partir de allí, con solo 18 años, Javier Mascherano fue el jefecito.

Ahora, él sabe mejor que nadie que es Diego Simeone, que es Gabriel Batistuta, que es Claudio Caniggia. Sabe que esta será su última oportunidad de reemplazar el escenario de dolor Miyagi con la felicidad de cumplir con el objetivo. ¿Qué mejor que el final, que ese final, para reemplazar el dolor de aquel inicio?

"Soy un soldado que ahora va directo a morir. Esta es mi última batalla”.

 
 
 

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