La mano del muerto; crónica de un mártir
- Paris, Alejo
- 16 jul 2018
- 3 Min. de lectura

Ni Neuer, ni Stekelemburg, ni siquiera Iker Casillas en aquel épico mano a mano contra Arjen Robben. No, la mejor parada de Sudáfrica 2010 no fue de un arquero. O si. Es que los arqueros son víctimas del grito sagrado de la fiesta, y por intentar impedirlo son los malos de la película. Un error suyo puede ser mortal para su equipo, un acierto será invisible en el score. El arquero es una sombra que intenta pasar desapercibido, por eso la tradición lo vestía de negro. El arquero es un verdugo de la fiesta que anda solo, entre tinieblas y sombras. Por todo esto es que no me animaría a afirmar que el centro delantero uruguayo Luis Suarez no fue arquero en aquel partido de cuartos de final ante Ghana, más allá de no haber tenido camiseta distinta ni guantes.
La historia consumada de aquella copa del mundo dijo que Uruguay hizo un papel espectacular en aquella copa del mundo que se caracterizó, entre otras cosas, por la jabonosa Jabulani. Fue Diego Forlán quien consiguió domar a la pelota del mundial que los arqueros juzgaban indomable, la optimización del balón y su talento natural le permitieron al diez charrúa ser el mejor jugador del torneo. Dentro de la historia uruguaya del periplo sudafricano, muchos recodarán el papel de Forlán, otros recordarán y juzgarán loco o genio a Washington Sebastián Abreú y su indiscutiblemente certera definición de penal ante Ghana para otorgar a los suyos el pase a las semifinales. Pero no sé cuantos recordarán realmente que hubo un héroe que se jugó la ropa entera en un viaje que solo parecía tener un destino posible: la derrota. Como los arqueros, Luis Suarez puso sus manos para que Uruguay y la suerte pudieran convertir su atajada en un milagro. Es que los milagros no vienen solos, hay que optimizar los recursos y las posibilidades. Pero aquí lo único cierto es que la mano de Suarez en los minutos finales del partido auguraba el peor final para la sangre Charrúa. Penal en contra y expulsión, con el partido empatado y poco minutos para el pitazo del juez, todo parecía listo para que Ghana transforme el penal en gol y pudiera ser profeta en su tierra; el primer equipo africano en llegar a una semifinal de copa mundial en el primer mundial disputado en continente africano. Suarez había intentado defender a Uruguay hasta con las armas que no tenía, pero solo parecía haber prolongado su agonía. Uruguay moriría fusilado. En realidad, ya estaba muerto.
Pero desde el cielo, más celeste que nunca, irónicamente una fina garúa comenzó a caer. Era la bendición para el difunto, prensaron algunos. Pero no, la lluvia mojó la pólvora del fusil y Uruguay revivió de un salto hasta el cielo para caer con todo el peso sobre Ghana. Suarez no había prolongado la agonía de su pueblo, Suarez había sido la mano del muerto que se sacrificó por su cielo celeste.
En mundo del fútbol, el pueblo argentino crea dioses para después destruirlos, y mostrar así su omnipotencia. En el mismo mundo, Luis Suarez fue un mártir que cambió su vida por la de su pueblo. Uruguay destierra la arrogancia, sus ídolos son fruto de sus valores. Se saben mártires humildes, no dioses. El pueblo uruguayo sabe agradecer el sacrificio de sus ídolos.
En la soledad de su caminata hacia el vestuario, Luis Suarez oyó el grito de esperanza, el mismo grito que le decía a sus compañeros que tenían el milagro a su alcance. Aquel día, Lucho fue un verdadero arquero. Se jugó su vida para aguar el grito sagrado de Ghana. Aquel día Suarez fue la mano de un muerto que se levantó de su tumba para ser verdugo. Se fue solo, entre las sombras fue una sombra más, y entre las sombras se vio ser mártir en la épica Charrúa.
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