El Kahn de Asia
- Paris, Alejo
- 18 jun 2018
- 3 Min. de lectura

Yokohama, 30 de junio de 2002. La frustración también se puede ver en los ojos de los tigres; un hombre desolado, recostando la tristeza de su alma sobre un poste de metal, observando la alegría de un escenario del cual no pudo formar parte. El príncipe sabía que era el responsable de aquella derrota, pero también el responsable de llevar a los suyos hasta ahí. Debía convivir con esa dualidad. Alguna vez, Galeano dijo que por el terror que Oliver Kahn inspiraba a sus rivales parecía el hijo de Genghis Khan. Hace muchísimos años, las conquistas del imperio mongol tuvieron un gran líder llamado Genghis Khan. No se equivocó el gran Eduardo al establecer aquella comparación que daba cuenta de bravura y nomenclatura.
Oliver Kahn era arquero, pero parecía un tigre hambriento. No se defendía de los ataques, atacaba antes de ser atacado; su rostro y su tamaño causaban pánico a los delanteros, él aprovechaba la parálisis de ese pánico y los atacaba antes de que pudieran decidir qué hacer. Etimológicamente, para los persas, el término “Kan” refiere al príncipe. Como Geneghis, que fue un príncipe conquistador, Kahn conquistaba la pelota atacando a sus rivales. Y fue príncipe en aquella copa, aunque él había querido ser rey.
Jugó un gran mundial para Alemania, llegando hasta la final con un solo gol recibido. Fue el primer arquero en ser elegido el mejor jugador del torneo. Pero ni así pudo evitar que Brasil reclame el trono como pentacampeón, coronándose como rey absoluto del fútbol mundial. Oliver fue como Gheghis: un tigre aguerrido, capaz de causar el mayor terror en sus rivales, un tipo que se negaba a la especulación que proponía la nueva era; un valiente que no esperaba respuestas, las iba a buscar. Pero en aquellos días de junio de 2002, en la primera copa del mundo disputada en Asia, Oliver fue –por sobre todas las cosas- un Khan; un príncipe de la coronación de Brasil.
Aquella copa del mundo fue signo de globalización incipiente; además de ser el primer mundial en disputarse en tierras asiáticas, fue el primero en el que dos países fueron sedes. Ese signo también se evidenciaba en el juego, el siglo XXI fue el principio del fin para los enganches. El fútbol de aquellos primeros años del nuevo milenio pregonaba un juego conservador; mucha marca, poco coraje para arriesgar, más polifuncionalidad y menos especialistas. Aquella copa del mundo fue la piedra angular del cambio del molde futbolístico; la FIFA ideó un plan de exterminio para los distintos, había que encerrar a los locos. Debía primar la cordura para que el fútbol de la nueva era pudiera ser como el resto de las cosas: uniforme, estandarizado, ordenado, y sobre todo, nada revolucionario.
Hasta el último partido parecía que la FIFA se había salido con la suya. En aquellos tiempos todavía se otorgaba el galardón al mejor jugador del torneo antes de la final, y Kahn había sido el mejor. Otro gran signo: un premio que se otorga a los que se destacan de la mediocridad, a quienes son distintos, había sido para un puesto que por obligación se viste distinto; el nuevo molde buscaba cambiar la óptica de los consumidores, distintos son los que se visten distintos. Un molde que no dejaba espacio para la creatividad, un orden que prohibía la metáfora. Pero el fútbol es como un ser vivo, tiene instinto de supervivencia. Y en la final, Brasil se recuperó de la amnesia temporal y el Kahn de Asía mostró ser humano. Entonces, el fútbol le enseñó a la FIFA que le daría batalla.
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